Nuestra Señora aparecía a la Cova da Iría para recordar al mundo que “lo único necesario” consiste en buscar primero y sobre todo el Reino de Dios y su justicia.
¿Qué significa su justicia? Que ofrezcamos a Dios lo que le debemos: todo el honor y la gloria. Si su majestad es ofendida por el orgullo pecaminoso del hombre, entonces la justicia consiste en una reparación perfecta ofrecida a su majestad contristada, mediante la penitencia, la expiación y todos los actos que restablezcan el verdadero orden.
¿Cuál es entonces la más perfecta respuesta que podemos dar nosotros, pobres pecadores, cuando nos hallamos ante la agonía de Nuestro Señor y su cruel Pasión? ¿Cuál es el acto de amor perfecto que Dios exige de nosotros en su primer y mayor mandamiento? Nuestro Señor mismo nos da la respuesta: “esperé que alguien me compadeciese, y nadie hubo; alguien que me consolase, y no lo hallé” (Sal 69,21). La devoción a su sacratísimo Corazón es esencialmente un tal acto de reparación y expiación. El corazón amante le dice a Nuestro Señor: “Si en todas partes Tú llamas a las puertas de las almas y nadie te abre, si se te echa fuera de nuestra sociedad, de las instituciones, de las familias y hasta de tus propias iglesias, si estás solo y despreciado Tú, el Creador y Amo de todo: entonces yo deseo abrir mi corazón ampliamente, darte consuelo y abrigo y una pobre pero amorosa bienvenida, donde puedas reposar tu cabeza y encontrar un hogar. ¡Cuanto más te rechacen, más quiero recibirte; cuanto más te olviden, más quiero acordarme de Ti; cuanto más te rehúsen, más quiero acogerte; cuanto más se alejen de Ti, tanto más quiero acercarme a Ti, cuanto más desprecien tu amor, tanto más te quiero honrar; cuánto más llenen tu alma con tristeza y lágrimas, ¡tanto más quiero consolarte!”
Nuestra Señora eligió a los niños de Fátima para ayudarnos a entender la suma importancia de estos deseos del corazón. El pequeño Francisco no era capaz de vivir la vida de un misionero heroico o de un monje contemplativo: no pudo ofrecer más que sus humildes oraciones y sacrificios, como santa Verónica sólo pudo ofrecer a Nuestro Señor un pedazo de lienzo para aliviar su sufrimiento. Exteriormente, estas cosas no son nada, pero interiormente hay un gesto de amor supremo que mereció la santidad a Verónica y plasmó la santa Faz de Cristo atormentado no sólo en la tela de lino, sino, sobre todo, en su misma alma. ¿Y quién de nosotros no es capaz de imitar los actos sencillos de un niño para consolar en sus tristezas a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, al ver a tantas almas que se pierden?
Dado que el mundo niega a Dios su debido honor y gloria, tenemos aún más necesidad de reparar. Pero eso se hace especialmente por el amor, y el primer acto de amor es estar con el Amado, contemplarlo y vivir siempre en su presencia. El segundo acto de amor es reparar la ofensa con un movimiento contrario. Quizás no hay algo tan profundo que el corazón agradecido de un niño que quiere alegrar a sus padres y los consuela con su sonrisa y con su llama ardiente de amor.
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