El silencio adorador de la Inmaculada es la respuesta perfecta a la trascendencia divina, ya que este silencio incluye la más perfecta aniquilación.
No hay criatura más aniquilada que la Virgen María, más adorable, más humilde. Aquí también, Ella está en la cumbre, Ella es una cumbre de la aniquilación, una cumbre de la humildad, una cumbre de la adoración. Ecce ancilla Domini. Me aniquilo a mí misma. ¿Quién soy yo?
Ella está profunda y constantemente consciente de su total dependencia de Dios. La presencia de la inmensidad, la presencia de Dios por gracia en el alma, Ella lo comprende, lo contempla y lo vive. Ella está perdida en Dios, está fascinada de su Dios, sólo lo ve a Él, nada más puede acapararla.
“Respira el aroma del incienso que se eleva de este santuario. Si alguna vez hubo un alma contemplativa, María nunca dejó la presencia de Dios, nunca desperdiciaba sus palabras, Ella expuso su alma virgen a la cálida luz del amor de Dios para ser penetrada por sus rayos. Como un espejo cuya limpidez no es opacada por ninguna sombra, Ella recibió la imagen de Dios para refractarla en adoración y alabanza. Ella rindió en gloria lo que le fue dado en gracia.” Y como somos suyos por la total consagración a su Corazón Inmaculado, Ella lo hace en nosotros: rendir en gloria y adoración, lo que nos ha sido dado por gracia.
Sin embargo, su silencio de adoración no es solamente la respuesta perfecta al silencio de la trascendencia de Dios. En cierto modo, Ella participa en este silencio de la trascendencia divina. Ella es elevada por la gracia para ser la Madre del Eterno. Este Dios eterno y trascendente la toma por Madre. Y cuando uno está en presencia de la Virgen María, siente un miedo que proviene de su unión con Dios. Está tan unida a Dios que, frente a Ella, uno se siente totalmente arrobado de su grandeza y de su santidad.
Por supuesto, es sólo una criatura, pero está tan enriquecida por Dios, tan llena de Dios. ¡Ella es tan hermosa! Nos sentimos intimidados. El propio ángel se postra: “¡Ave María!” El ángel hace acto de temor reverencial ante Aquella que fue elegida por Dios, ¡Tremunt Potestates!
Debemos recogernos ante esta gloria de la Virgen María. Una vez más, Ella es el reflejo de la gloria de Dios. Un reflejo que nos dispensa esta luz trascendental que es demasiado brillante, demasiado deslumbrante para nosotros. ¿Qué hace la propia Inmaculada ante tanto esplendor? Se humilla en silencio porque es la mejor manera de adorar esta trascendencia divina.
Así, al contemplar a la Virgen María, tenemos una idea de este esplendor de Dios y encontramos en ella el prototipo y modelo de toda nuestra adoración. Mejor aún, siendo su propiedad, es en nosotros que se humillará, es en nuestra alma que adorará la trascendencia divina, transformándonos poco a poco en un espejo de la gracia.