Jesús ejerció el poder de perdonar los pecados, por primera vez de forma solemne, con el paralítico de Cafarnaún (Mt 9, 1 – 8). Para dar testimonio de su poder divino (pues sólo Dios puede perdonar los pecados), Jesús hizo el gran milagro de sanar a este hombre enfermo.
Esta mención permanente y exclusiva del Padre celestial significaba al mismo tiempo la ausencia de un padre terrenal. Por lo tanto, Cristo era hijo de un solo ser humano, concretamente, de su madre.
Sin embargo, si fue engendrado en su madre sin padre humano, entonces con este título de “Hijo del Hombre”, Jesús ensalza de forma oculta pero inequívoca el milagro del nacimiento virginal y con ello, la virginidad perpetua y la santidad de María.
Según San Grignion de Montfort, María le había pedido a Dios permanecer completamente oculta aquí en la tierra. No es difícil adivinar que, para cumplir este deseo, Jesús se llamó a sí mismo “Hijo del Hombre”, lo cual no significa otra cosa que “Hijo de María”, o más exactamente “Hijo de la Santísima Virgen María”.
Cada vez que leemos el término “Hijo del Hombre”, recordamos la indecible humildad de María, con la que agradó a Dios sobre todas las cosas. Siempre que Jesús se dio ese nombre, su Sacratísimo Corazón debió palpitar con el más profundo amor y gratitud hacia su Madre, pues a ella debía su Encarnación.
Era su queridísima Madre con la que Jesús, de manera velada pero real, se identificaba siempre cuando hablaba de sí mismo.
Consideramos, por ejemplo, bajo esta luz, la solemne declaración de Jesús: “Porque el Hijo del Hombre -el Hijo de la Virgen María- ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras” (Mt 16,27). Aquí Jesús pronuncia claramente su doble origen humano y divino. La madre virgen terrenal está inefablemente unida al Padre celestial.
Todos los anuncios de su sufrimiento y muerte son también una predicción de la compasión de la Madre de los Dolores: “Es preciso que el Hijo del Hombre -el Hijo de la Virgen María- padezca mucho” (Lc 9,22) y, por consiguiente, que María sufra mucho con él.
La promesa de la Eucaristía es también una referencia a la Madre generosa que, en su seno virginal e inmaculado, unida solemnemente al Padre celestial, preparó el pan de la vida: “procuraros no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna, el que el Hijo del Hombre -el Hijo de la Virgen María- os da, porque Dios Padre le acreditó con su sello” (Juan 6:27).
Esto confirma una vez más el principio profundo de San Luis María Grignon de Montfort: ¡Nunca Jesús sin María, nunca María sin Jesús!