El amor de María por Dios es, al mismo tiempo, un amor de hija, de madre y de esposa: tres amores de tres especies diferentes, que nunca se han encontrado ni se encontrarán juntas en otra parte.
El Hijo, a su vez, habiéndose unido tan íntimamente a su Madre, que después de la unión hipostática no pudo estar más cercano, le comunicó al mismo tiempo el amor filial que él mismo tiene por su Padre, para disponerla a cooperar perfectamente en la gran obra de la Redención.
El Espíritu Santo, habiendo elegido a esta Virgen de las Vírgenes para ser su esposa, ha puesto en su Corazón virginal, el amor que una esposa de Dios debe tener por su marido y así la ha hecho semejante a Él, el amor subsistente, cambiándola por completo en una viva llama de amor.
Los teólogos afirman unánimemente, que la Santísima Virgen, en el primer momento de su vida, tuvo más amor a Dios que el más alto de los Serafines. Y en el momento en que Jesús se encarnó en ella, se le concedió una gracia santificante y con ella, un amor más grande que la suma del amor de todos los ángeles y santos.
Además, la Virgen no estuvo ni un momento sin amar. Si rezaba, era el amor el que rezaba en ella y a través de ella; si adoraba y alababa a Dios, era el amor el que adoraba y alababa en ella y a través de ella; si hablaba, era el amor el que hablaba en ella y a través de ella; si callaba, era el amor el que la mantenía en silencio ; si trabajaba, era el amor el que la aplicaba a su trabajo; si descansaba, era el amor el que la ponía a descansar; si comía o bebía, era para obedecer al Espíritu Santo que decía por boca de San Pablo: “Ya comáis , ya bebáis o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Cor. 10, 31).
“Si San Bernardino de Siena escribe que las siete palabras que la Virgen pronunció mientras estaba en este mundo, y que se recogen en el Santo Evangelio, son siete llamas de amor, qué se puede decir de todos estos actos y efectos de amor que salieron de este Corazón, sino que estos son otros tantos fuegos y llamas de amor divino, que serían capaces de incendiar todos los corazones del universo, si las gélidas aguas del pecado no lo impidieran” (San Juan Eudes, Corazón admirable de María, Cap. 7).
“Oh, fuego divino, que inflamas el nobilísimo Corazón de nuestra gloriosa Madre, ven a los corazones de todos los hombres. Haz que podamos decir con San Agustín: Oh, fuego santo, qué dulces y agradables son tus ardores. Bienaventurados los que arden con tus llamas. Quemadlo todo, encendedlo todo, devoradlo todo, para que todo se transforme en un fuego eterno de amor y caridad a los ojos de Aquél que es todo amor y caridad hacia nosotros” (Cap. 6).