A menudo nuestras vidas no tienen rumbo, carecen de una orientación clara que penetre toda nuestra vida cotidiana y ordene todo nuestro pensar, hablar y hacer, como la limadura de hierro en un imán, hacia la meta que todo lo supera.
Este principio importantísimo de nuestra vida es especialmente iluminado por el dogma de la Asunción de María al Cielo. Ciertamente, tendríamos que hablar primero de la Ascensión de Cristo, pero la Asunción de María nos resulta más cercana, porque Cristo, como Dios, siempre está con el Padre, y su Ascensión constituye la conclusión lógica de su misión en el mundo.
Por otro lado, en el caso de María, se trata de la glorificación final del don de la gracia de Dios al mundo y, por lo tanto, se asemeja más a nuestro objetivo, como culminación de nuestro ser cristiano.
Cuando en este valle de lágrimas, sufrimos las consecuencias del destierro y a menudo aparecemos quebrantados por ello, se alza ante nosotros la figura radiante de la Inmaculada imperturbada, entrando en la eternidad, y demostrándonos el propósito de toda nuestra peregrinación.
El gran teólogo mariano, el padre Otto Cohausz SI, explica: “Maravilloso debió ser el espectáculo cuando María se levantó del sepulcro con su cuerpo transfigurado y completamente iluminado por el alma llena de luz y gracia, elevándose hacia el Cielo.
“Puesto que Dios designó a los ángeles para que sirvieran a la humanidad, puesto que la Iglesia ya reza con cada persona que lleva a la tumba: ‘Que los ángeles te lleven con Lázaro al seno de Abraham’, puesto que los ángeles estuvieron al lado de María en los principales acontecimientos de su vida, la Anunciación y el nacimiento de su Hijo en Belén, podemos suponer que Cristo envió a los coros de ángeles a su madre en la culminación de su vida para recibirla como Reina y darle escolta de honor.”
Del mismo modo, Santo Tomás de Villanueva dice: “¿Qué habrán sentido los espíritus bienaventurados al contemplar de lejos a María en su radiante gloria? ¿No exclamaron asombrados con el coro de las vírgenes: “¿Quién es esta que va subiendo cual aurora naciente, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército en orden de batalla?” ¿Y qué respuesta habrán recibido? Este es el templo de Dios, el Santuario del Espíritu Santo, este es el altar de la expiación, la urna, el Arca de la Alianza, la Madre de Dios, la Esposa de Dios, la hija de Dios, nuestra y vuestra Madre.”
El Padre Cohausz concluye: “¿De verdad creemos que Cristo sólo envió un emisario a encontrarse con su Madre? Si Él mismo viene al lecho de muerte de cada creyente en el Santo Viático, para conducirlo al hogar celestial, ¿podemos pensar que ahora, a la entrada de su Madre, Esposa y Compañera, Él mismo no haya acudido con los ángeles a saludarla?
“¿Quién podría describir el gozo del reencuentro, ese júbilo de ambos? ¡Qué sustitución del anterior y doloroso encuentro en el Vía Crucis! Entonces, sola, abandonada, sumida en un mar de dolor, arrancada cruelmente de los brazos del Hijo, y ahora, surgiendo del desierto, rebosante de alegría, apoyada en su Hijo amado (cf. Cantar de los Cantares 8,5), María asciende al Cielo como Reina.”
La meta de nuestra vida es la participación en este triunfo de María. Tener esto ante nuestros ojos da esperanza y alegría en este mundo sin esperanza y sin alegría.