La maternidad divina no es una función pasajera. Cuando la Iglesia triunfante sea la única que permanezca en el fin del mundo, cesarán las funciones: toda la jerarquía católica, papa, cardenales, obispos, ninguno tendrá ya autoridad. No se darán más los sacramentos, porque los santos del cielo poseerán la realidad de la que son signos. Pero la relación de María con Jesús continuará siendo perfecta.
Sin embargo, la relación de Jesús con María no es solo la de un niño con aquella de quien recibió la vida. Fue Dios mismo quien recibió de ella el ser humano.
Todo lo que ocurre en la humanidad de Cristo es un misterio permanente, y nada, ni de su vida terrena ni de su origen humano, deja de vivir y actuar en Cristo glorioso: todo el misterio de Cristo está presente sin cesar en Él.
Por eso en la Misa adoramos a Cristo especialmente en su pasión y en su muerte, pero todos los misterios desde su Encarnación hasta su Ascensión están siempre presentes.
Ahora bien, la maternidad divina es un vínculo personal, entre la Virgen y el Verbo Encarnado, que es más completo que el vínculo original: está cimentado en la Encarnación y perdura lo mismo que esta última, es decir, eternamente. María permanece unida a toda la vida, a todo el destino del Verbo Encarnado.
Por eso su maternidad la marca eternamente, en todo su ser, en toda su persona consagrada a Jesús, como una compartición total y siempre actual. Su maternidad permanece como una gracia siempre dada.
Las consecuencias de la predestinación de la Virgen
De ello se desprende que antes de ser madre de Cristo, y desde el primer momento de su existencia, María fue creada, elegida, amada ya como madre y para ser madre.
La idea de la predestinación se suma a la de la gracia y la acción divina en el alma, la de la elección eterna e inmutable.
La Santísima Virgen fue predestinada para ser la madre del Verbo Encarnado. Toda su gracia e incluso su gloria le son dadas para poder serlo perfectamente, hasta el punto de convertir a la madre en socia -asociada a la obra de su Hijo- en la unión más íntima y total.
Para expresar esta unión total, la teología utiliza una expresión particular: habla de un mismo “decreto de la Encarnación” que predestina a María con Jesús.
El término decreto designa aquí una “decisión” divina, como podemos percibirla y expresarla en nuestro pobre lenguaje humano, porque esta “decisión” es eterna.
Para explicarlo un poco más a fondo, cabe señalar que los ángeles y los hombres están predestinados en Jesucristo. Todas las gracias dadas aquí abajo, y la coronación gloriosa de cada uno de los santos en el Cielo, son el efecto de la gracia de Jesucristo y, por tanto, de la Encarnación.
Pero, como María es la Madre de Cristo, del Verbo Encarnado, su ser natural mismo es para la Encarnación. Y la gracia que se le da es solo para el papel que debe desempeñar en esta obra sublime de la Santísima Trinidad: la Encarnación del Verbo, del Hijo de Dios.
Por tanto, es necesario llegar a esta conclusión tan sublime y profunda: la predestinación de María no es, por tanto, únicamente el efecto de la de Jesús, sino que forma parte de ella.
Es por Jesús que María es lo que es, para la perfección de la Encarnación, para el cumplimiento de la predestinación del mismo Jesús: en particular, del misterio de la Redención.