Como los chaparrones de abril traen las flores de mayo, así las tribulaciones producen las flores de la virtud. María, Nuestra Madre, conoce muy bien esta verdad y por eso usa las tribulaciones para preparar a sus soldados para el combate espiritual. El reciente Coronavirus es un tiempo en el que Ella nos prepara para más tormentas terribles que vendrán en el futuro.
El gran momento de miedo de María fue cuando Cristo yacía postrado en el suelo en la Agonía del Jardín, clamando: “¡Padre, aparte de mí este Cáliz!” Mientras el cuerpo de Cristo temblaba de angustia, el alma de María se estremeció de miedo como por un terremoto. ¿Qué terrores y dolores le esperaban, qué es lo que sufría? En su habitación, en compañía de San Juan que acababa de huir del proceso de Cristo, pensaba en cómo y dónde podría encontrarse con Él durante su Pasión. A diferencia de los apóstoles que, impulsados por la autoprotección, habían huido en todas las direcciones, María, impulsada por la Caridad Divina, pensaba interceptar a Cristo en su camino al Calvario.
Esta es la primera lección de cómo vencer el miedo. En tiempos de tribulaciones, debemos, como María, centrarnos en Cristo Crucificado. Si estando cerca de Nuestra Señora estamos atentos a Cristo, cuando Ella se levante para encontrarse con Cristo, nosotros, como Juan, iremos con Ella, y como él, nos quedaremos en el camino que nos lleva a Él. Razonamientos vanos como – “¿Qué pensará la gente?” – simplemente desvanecen de nuestras mentes cuando María es nuestra guía hacia Cristo. No podemos predecir cuál es el ángulo correcto para hacer la voluntad de Dios, pero se nos aclarará, si lo buscamos en el corazón de María.
Esta primera lección contiene un aspecto importante. El miedo puede hacer que nos alejemos de la justicia si supera la justa razón. El miedo que hizo temblar a Cristo, sacudió también a María, pero no pudo vencerla. Su espíritu se había entrenado durante mucho tiempo para la amorosa consideración de Cristo, su vida y su alma.
Pero la mentalidad de María no se limitaba a contemplar el rostro físico de Cristo. Ella lo miraba en sus disposiciones esenciales: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Sólo la voluntad de Dios es el ancla del alma que nos hace decir con David: “He esperado a Aquel que me salvó de la pusilanimidad del espíritu y de la tormenta” (Sal 54:9).
La segunda lección es que María no permaneció ociosa. Tan pronto como pudo, fue a El, lo siguió, lo compadeció. Se puso en la línea de fuego, y no se alejó de ella, no por bravuconería necia sino por instinto del Espíritu Santo, el amor divino. Los soldados dicen lo mismo. Tienen miedo hasta que los proyectiles empiezan a caer, y entonces es cuando empiezan a moverse. Los soldados de María se mueven por la consagración para hacer todo por Ella, actos de reparación en todo lo que sufren en unión con Ella y con un espíritu de constante comunión con su Hijo.
Este es el objetivo final de María, que desde la consagración a Ella hasta la comunión con Cristo, ¡Jesús reine en el corazón de todos los hombres!
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