Al abrazo desgarrador de la muerte, cuando la Dolorosa estrechaba contra su corazón adolorido el cadáver destrozado de su Hijo, le sigue el más dulce abrazo de la vida: la Virgen Madre estrecha contra su corazón a su Hijo resplandeciente en una nueva e imperecedera gloria.
¡Qué hermoso debió parecerle a María este semblante divino, tanto más en contraste con la trágica e inolvidable visión anterior!
De hecho, Ella no podía separar esas dos imágenes, pues ambas expresaban el estado del alma de su Hijo: Era “un gusano, no un hombre, el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo” (Sal 21, 7). Y regresó como “el más hermoso de los hijos de los hombres” (Sal 44, 3), no sólo como lo era antes de la pasión, sino mucho más, pues resucitó en gloria incorruptible.
En Belén fue el abrazo de la debilidad, en el Calvario, el abrazo de la inmolación; ahora es el abrazo de la gloria.
Es comprensible que las piadosas mujeres se postraran en tierra y sólo hayan osado besar sus pies divinos: “Ellas, acercándose, se asieron sus pies y se postraron ante El” (Mt 28,9).
Es comprensible que Jesús frenara e impusiera una temporánea renuncia al afecto puro y desbordante de Maria Magdalena, que hubiera preferido permanecer siempre a sus pies: “No me toques” (Jn 20, 17). Pero en el encuentro entre Jesús y María, está el abrazo más tierno y completo, el más filial y maternal.
No es que la Virgen María no se viera a sí misma como infinitamente pequeña ante Jesús, como una criatura ante su Creador. Sin embargo, este Cuerpo divino y glorioso se había formado en ella, Jesús nació de ella, y su infinita pequeñez recibió así un título de autoridad sobre Jesús: el de la Madre sobre el Hijo. Sólo ella, entre todas las madres de la tierra, podía repetir ahora, al abrazar a su Hijo: “Mi Hijo amado” en el sentido estricto y pleno de la palabra.
Su dulcísimo Hijo, al que no había podido aliviar en los tormentos de la agonía de la Cruz, cuyo cuerpo había contemplado martirizado y rígido sobre su regazo, ahora lo podía volver a abrazar, luego de la espantosa prueba.
Comparada con María Magdalena, Nuestra Señora no estaba menos llena de afecto por Jesús.
Pero a diferencia de María Magdalena, no había nada impulsivo en su corazón, nada incontrolado o que contrastara de alguna manera con la perfección de la muy sabia y santa Virgen. No había nada impropio o inadecuado en la manifestación externa que mereciera una advertencia de Jesús, pues a diferencia de Magdalena, la Virgen mantenía intacta su Fe y, por lo tanto, la gloriosa aparición de su Hijo no provocó ese estupor y sorpresa que tan fácilmente asalta a nuestra imperfecta naturaleza humana.
¡Qué esplendor de virtud en María, tanto en el abismo de humildad ante el pesebre, como en el océano de dolor al pie de la Cruz, y en su gozo ilimitado ante Jesús glorioso!
¡Qué dominio interior y exterior de todo su ser, gracias al único movimiento que animaba su corazón: ¡la Divina Voluntad y el Divino Amor!