“¿Alguien puede imaginar un tormento espiritual más terrible que la compasión de María durante la crucifixión de su Hijo? Su miedo y aflicción fueron una espada que atravesó su corazón, como Simeón había profetizado en la presentación de Jesús en el templo. Si nuestro Señor mismo en Getsemaní encontró la perspectiva de sus sufrimientos tan insoportable que le arrancó gotas de sangre y su alma convulsionó su cuerpo sagrado, entonces esto nos da una imagen de la medida en que el dolor espiritual de María afectó su cuerpo y causó su martirio. El corazón y el alma de María deben haberse derretido cuando estuvo bajo la cruz de su Hijo y cuando por fin el cuerpo sin vida fue puesto en su regazo” (Cardenal Newman).
¿Por qué debería la Virgen llevar esta oscura incertidumbre como una cruz a lo largo de su vida? Durante toda su vida, el Nuevo Adán vio el terrible final que se avecinaba ante él, tan claro como una visión, y con la cabeza en alto se dirigió a Jerusalén. En esto se paró en un plano que estaba muy por encima de todos los caminos humanos.
Sin embargo, el destino humano ordinario que hace que el pobre corazón humano se contraiga tan horriblemente, la marcha hacia la oscuridad, fue encontrar su ejemplo y su fuente de consuelo también en el misterio de la redención, y probablemente por esta razón la Nueva Eva tuvo que soportar este sufrimiento a su lado. Es el heroísmo del abandono a la incierta voluntad del Altísimo.
También para María la oscuridad se iluminó en el Gólgota cuando reconoció su último deber de sacrificio: ofrecer el más precioso de todos los regalos preciosos, el Precio de la Redención que también le pertenecía como posesión propia, y que le fuera arrebatado brutalmente. El Crucificado que colgaba allí ante sus ojos era el inmaculado Cordero del sacrificio, al que había dado el puro y bello Cuerpo que ahora estaba tan desfigurado. En la armonía de su disposición y sus dones espirituales, en su fuerza y gentileza, es la imagen ideal de la perfección humana; ella vio este milagro desplegarse y le extendió una mano maternal mientras recorría los caminos de su infancia. Y ahora que ha alcanzado el estado de magnífica hombría, ella lo entrega como ofrenda, dice que sí a la inmolación de este precioso sacrificio, consiente libremente esta pérdida, que es inimaginablemente amarga para ella. De este modo, realiza un acto real sin precedentes de grandeza heroica: en unión con el Rey de los Dolores, convierte el dolor mismo en la mayor gloria de Dios, para la salvación del mundo.
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