“La humanidad de Cristo, por estar unida a Dios; la bienaventuranza creada, por ser goce de Dios; y la bienaventurada Virgen, por ser Madre de Dios, tienen una cierta dignidad infinita que les proviene del bien infinito que es Dios. Y en este sentido, nada se puede hacer mejor que ellos, pues nada puede ser mejor que Dios” (Suma Teológica, I, 25, 6, ad 4).
Pero hace una excepción para tres elementos de la creación: la humanidad de Jesucristo, la visión beatífica de los santos en el Cielo y la Santísima Virgen.
El magisterio de los Papas nos enseña lo mismo: “La dignidad de la Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime”, León XIII, Quamquam pluries.
O también: “La augusta Madre de Dios está misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con ‘un mismo y único decreto’ de predestinación” Pío XII, Munificentissimus Deus.
El mismo Papa nos dice estas palabras: “No hay duda alguna de que María Santísima supera en dignidad a todas las criaturas, y que, después de su Hijo, tiene la primacía sobre todas ellas”, Ad caeli reginam.
La razón descubre los fundamentos de esta maravillosa exaltación
La maternidad divina está inmediatamente ordenada (adaptada) a la encarnación de la que proceden todas las gracias, todos los carismas, todos los ministerios.
Al encarnarse, Dios no solo asumió la naturaleza humana, sino que también asumió la maternidad humana: la volvió sobrenatural y divina por la gracia que infundió en los sentimientos de María para elevarlos hasta Él y Aquel que se convirtió en su Hijo.
El efecto específico de esta gracia en María es permitirle unirse a través de toda su persona al “fruto de su vientre”, y “asociarla” a la misión de su Hijo.
Por tanto, la gracia propia de la maternidad divina es una relación de María con la persona del Verbo, relación que está inscrita en su propio ser, acompañada de conocimiento y amor. María penetra así en el orden de las Personas divinas.
La Virgen María está indisolublemente ligada a la Encarnación
De todos los seres creados, María es, por tanto, la única, después de la humanidad de Cristo, pero con ella, que accede a la persona divina como tal. La misma gracia que eleva la humanidad de Cristo a la unión hipostática eleva a María a la maternidad divina. Ambas provienen del mismo don.
Entre todas las realidades creadas, solo la naturaleza humana de Cristo y la maternidad de María están intrínseca e inmediatamente ordenadas a la unión hipostática y están constituidas por ella en su propia relación con Dios.
Como dice San Anselmo: “Era conveniente que aquella Virgen brillara en esta pureza de la cual mayor bajo Dios no se puede entender. Aquella Virgen a quien Dios Padre quiso dar a su único Hijo engendrado igual a sí mismo y que amaba con todo su corazón como a sí mismo, de tal manera que hubiera un mismo y único Hijo en común a la Virgen y a Dios Padre; aquella Virgen a quien el mismo Hijo eligió para hacerla sustancialmente su madre; aquella Virgen en quien el Espíritu Santo quiso que fuera concebido Aquel de quien Él mismo procede”, De conceptu virginali, c. 18.