Los Reyes Magos lo hicieron. Jesús, María y José lo hicieron. Todos los santos vivieron de este modo, y cada uno de nosotros también estamos llamados a hacerlo.
La vía más corta para la vida interior del hombre es la práctica de la devoción a la Infancia de Jesucristo. En las palabras de Santa Teresita se denomina “infancia espiritual”. Jesús lo describe así: “si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de estos, ese será el más grande en el reino de los cielos”. (Mt 18:3).
Esta conversión de la que habla Jesús es un acto interior importantísimo del alma. Una conversión verdadera y profunda perdura toda la vida. A muchos de los que fracasan frecuentemente después de su conversión, simplemente se les renueva una y otra vez. Para que esta conversión sea fructífera, sin embargo, debemos adoptar este espíritu de hijos, la infancia espiritual, que según Nuestro Señor es tan necesaria para la salvación. Y San Pablo aclara “no seáis niños en el juicio, sed párvulos sólo en la malicia, pero adultos en el juicio” (I Cor. 14:20). No se trata de una inocencia inconsciente o una virtud no probada, sino un acto consciente de humildad y un acto de fe en nuestra condición de hijos adoptivos de Dios e imitadores de Jesucristo.
Pero, ¿cómo debemos exactamente vivir día con día esta niñez espiritual? En primer lugar, debemos creer firmemente que somos hijos de Dios por el Bautismo y debemos recordar continuamente quienes somos a los ojos de Dios.
En segundo lugar, debemos reconocer “la manera” en que actúa un hijo adoptivo de Dios. Ciertamente, somos continuamente tirados hacia abajo por la lujuria, la mala voluntad, el egoísmo y la malicia, mientras al mismo tiempo, el Espíritu de Dios derrama su gracia en nuestros corazones para ayudarnos a actuar como hijos. Esta gracia es realmente una participación en la vida misma de Cristo en Su propia infancia.
La infancia de Cristo es el molde de nuestra propia infancia espiritual. En Él vemos lo que somos: 1) hijos de María, 2) obligados a crecer en edad, gracia y sabiduría, bajo la tutela de nuestra Madre, 3) sujetos a una ley de amor y obediencia continuos a nuestra Madre, 4) obligados a practicar diligentemente los deberes de nuestra religión, 5) tener el honor de nuestro Padre continuamente presente en nuestras mentes en todo lo que hacemos, 6) destinados a ocuparnos de las cosas de este mismo Padre, es decir, la salvación de nuestras propias almas así como las almas de los demás, 7) obligados a mantener ante nuestros ojos la realidad del pecado y el deber de luchar contra él, haciendo reparación.
Al imitar estas cualidades en un espíritu de humildad, practicamos real y profundamente la infancia espiritual. Siguiendo a nuestra Madre como nuestra guía, comenzamos el camino de la infancia espiritual rezando el Rosario todos los días. Progresamos cuando recitamos más de un Rosario cada día. Trabajamos en la perfección cuando hacemos pequeños sacrificios después de cada fallo en la vida real imitando las virtudes representadas en el Rosario, o cuando fracasamos en la lucha contra nuestros pecados diarios. Esto se logra más fácilmente cuando los sacrificios que elegimos son pequeños. Seamos generosos. ¡Ave María!