En María, la maternidad, por ser divina, va más allá de la maternidad humana. El Hijo de María comienza en ella solo según su humanidad. No es ella quien “hace” a su Hijo, es Él quien hace suya a su madre. María le da a Dios una naturaleza humana, pero es Dios quien la recibe, quien la toma. El resultado de esto es una nueva relación, más que materna.
Y como ser su madre es permitirle ser hombre, ser su madre es participar de la intención por la que el Verbo se hace carne, se hace hombre. La unión fundamental entre María y su Hijo, es esta comunión total de voluntades en el acto mismo de la Encarnación. Por lo tanto, se forma un vínculo entre los dos que no tiene equivalente en las maternidades puramente humanas.
Madre y esposa
La imagen de la esposa se emplea tradicionalmente para expresar la relación de Yahvé con su pueblo, del Verbo encarnado con la Iglesia e incluso con cada alma fiel. Debe entenderse a nivel espiritual y místico.
Una unión así se realiza eminentemente entre María y el Verbo Encarnado. Santo Tomás habla del fiat como de un “consentimiento nupcial”, del don mutuo que constituye la esencia del matrimonio.
En un matrimonio humano, el consentimiento comprende la unión de cuerpos y vidas. Lo que corresponde en la Encarnación, es la unión de las dos naturalezas en Cristo, pero también de todo el género humano incluido en la naturaleza humana de Cristo, con la divinidad. Si el consentimiento de María es nupcial, es porque se da en nombre del género humano.
Era sumamente conveniente que la Virgen consintiera a la Encarnación por el fiat
Para mostrar el alcance de la unión de María con Dios. Si la Maternidad divina logra la unión más íntima con Dios, debe contener esta enseñanza que permitirá a la Virgen concebir al Verbo divino en su corazón antes de concebirlo en su carne, como dice San León Magno.
Para beneficio de su fe. Gracias a la Anunciación, la Virgen tuvo más certeza del misterio del que iba a dar testimonio. Ella era demasiado humilde para creer y decir cosas tan grandiosas sobre su persona. Esta aparición le dio una fe más segura en la realidad de este misterio.
Para el honor de Dios. La Anunciación brinda a la Virgen la oportunidad de ofrecer a Dios el homenaje de una perfecta obediencia, cuando pronuncia sus palabras: Ecce ancilla Domini, “He aquí la esclava del Señor”, las palabras más sabias que jamás hayan salido de una criatura.
Para la naturaleza humana. La Encarnación efectúa una especie de matrimonio espiritual entre el Verbo y la naturaleza humana. Por tanto, era necesario que cada una de las partes diese su consentimiento a este matrimonio. María representa a la naturaleza humana en este intercambio.
El fiat es dado especialmente en nombre de María. La Virgen accede a la Encarnación en todo su desarrollo, ella participa en cuerpo y alma de todos los sentimientos que habitan el corazón de su Hijo desde su concepción. San Bernardo describe bellamente esta escena:
“También nosotros, Señora Nuestra, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librado si consientes.
“Mira, todo el mundo postrado a tus pies espera tu respuesta, y no sin motivo. Pues de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la salvación de todos los hijos de Adán, de toda la raza humana.
“Abre, Bienaventurada Virgen, tu corazón a la fe, tus labios al consentimiento, y tu seno al Creador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre tu seno por el consentimiento.”
San Bernardo de Claraval, Sermón de Alabanzas a la Virgen María