En los sentimientos de María hacia Jesús en lo que se refiere a su indecible amor a su Divino Hijo, se debe considerar un doble aspecto. Por un lado, su inclinación hacia su amadísimo único Hijo, y por el otro, sus sentimientos respecto al Hijo de Dios y Redentor del mundo.
A estos dos aspectos de la Maternidad Divina y a los correspondientes sentimientos opuestos de María, corresponden recíprocamente, en el corazón de Jesús, su intima unión con la Virgen Madre y su dependencia de Ella, en cuanto su Hijo, y asimismo, la perfecta unión al Padre Celestial en cuanto Hijo de Dios y Enviado para la salvación del mundo.
El primer aspecto se expresa en el resumen de toda su vida oculta: “Les estaba sujeto” (Lc 2,51); el segundo se expresa en su exclamación en el momento de ser encontrado en el templo: “¿No sabíais que es preciso que me ocupe de las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49). Por el primer amor El no habría querido dejarla nunca; por el segundo, se quería separar de ella hasta su muerte en la Cruz.
El armonizó de modo supremo las dos uniones y los dos amores, la alegría de la deseada presencia y el tormento de la distancia salvífica, llamando a la Virgen Madre al Calvario, junto a El, en el momento extremo de su inmolación.
Cabe señalar que la Virgen era la criatura más preciosa para Jesús, y para comprender esto, es necesario recordar el amor ilimitado de Jesús por su Madre; esa Madre que El mismo había preparado para sí como Dios, convirtiéndola en la obra maestra de la Creación, en el triunfo supremo de su gracia, en el fruto por excelencia de sus méritos y sufrimientos, en resumen, en la criatura inmaculada y sublime, ante cuya preciosura y belleza todas las demás criaturas quedan en la nada.
La separación de María era para Jesús el mayor dolor; del mismo modo la separación de Jesús era para María, inconmensurablemente mayor que cualquier otro alejamiento que pueda pensarse de alguna criatura o cosa terrena.
Entonces, cuando hablamos de ‘separación’ no debemos pensar en una eliminación del afecto, sino en una mortificación, es decir, en una renuncia a la inclinación de estar físicamente cerca del ser amado, como una expresión de amor supremo.
Así aprendemos de María cómo soportar una separación dolorosa de nuestros seres queridos y transformarla en un acto de amor.