Uno de los himnos eucarísticos más hermosos es el: “Ave verum Corpus natum de Maria Virgine” – “¡Salve, verdadero Cuerpo de Cristo, nacido de la Virgen María!” El Cuerpo de Cristo que recibimos fue formado en el vientre de la Inmaculada, Cuerpo de su cuerpo, Sangre de su sangre. Sin ella no habría la Santa Eucaristía. La acción de gracias por la Sagrada Comunión es, por tanto, también un agradecimiento para ella como fuente materna de este Santísimo Sacramento.
María es la criatura perfecta. Dios hizo todo por ella: por ella creó el mundo, por ella se hizo hombre y se sacrificó a sí mismo. Él instituyó la Sagrada Eucaristía en primer lugar para ella. ¿Por qué instituyó este Sacramento?
Por amor: para alimentar a nuestras almas en su hambre, para consolarnos con su presencia durante nuestro exilio, para unirse completa y totalmente con nosotros.
Especialmente por amor a ella, para alimentarla en su hambre de Dios, para que ella también pueda alimentar a sus hijos a través de Él. Ella, más que ningún otro ser humano, sufrió de este exilio y fue consumida por el anhelo de la eternidad. Por lo tanto, Él quiso instituir su presencia de esta manera, especialmente para ella, a fin de estar más íntimamente unido a ella. Todas las gracias que Dios quiso abrazar en este sacramento, María las recibió por primera vez en sus comuniones, y de allí fluirían a otras almas. Por lo tanto, la única manera de recibir plenamente las gracias de la Sagrada Comunión y sus frutos está en ella. La Iglesia lo confirma cuando aplica a María las palabras de la Sabiduría: “Venite, comedite panem meum et bibite vinum quod miscui vobis”, “Venid a comer mi pan y bebed el vino que os he preparado”. Nos invita a comer “su pan”, el que nos preparó a través de la Encarnación. Este pan es Jesús, que en el altar, como en la cruz, es su Hijo.
Esto significa que María es la Mediadora entre nosotros y la Sagrada Hostia. Le pertenecemos totalmente y ella siempre está espiritualmente con nosotros. Por eso, cuando Cristo entra en nuestra alma, primero encuentra a la “señora de la casa”, y luego también nos encuentra escondidos bajo su manto protector, en su corazón. Su mediación en este momento es de suma importancia, porque aquí el Todopoderoso realiza su mayor acto de amor, se humilla para tomar la forma de una Hostia, comprometiendo su omnipotencia para realizar toda una serie de milagros, cada uno de los cuales es más grande que la creación misma del mundo entero. Por otra parte, nosotros le recibimos con tanto descuido, somnolencia, indiferencia y distracción! ¿No deberíamos temer que nuestras declaraciones de amor y acción de gracias sean indignas de Dios, superficiales e incluso ridículas, a menudo pronunciadas con total falta de seriedad?
Pero aquí la Inmaculada entra en nuestros corazones; ama a Cristo más que a ninguna criatura. A través de su unión con el Espíritu Santo, ella tiene el privilegio de amar a Cristo con el propio amor de Dios. Por eso, cuando lo recibimos, podemos ofrecerle primero a María, y así estamos seguros de que nuestro miserable corazón se vuelve agradable a Él a través de la presencia espiritual de su divina Madre en nosotros.