La Cuaresma es un tiempo especial para adoptar buenos hábitos de vida. Con demasiada frecuencia, de una Cuaresma a otra, dejamos lo que hemos comenzado. Los buenos hábitos desaparecen para dar paso a los mismos viejos malos hábitos, la misma rutina, la misma negligencia. ¿Por qué? Porque seguramente no llevamos a María con nosotros para hacer nuestra Cuaresma.
La Virgen María es la guía segura de la perfección. Por ello, para tener una Cuaresma que dé frutos, y frutos a largo plazo, es necesario, incluso imprescindible, comenzar esta Cuaresma con María. Vamos pues a seguir a María en estos 40 días que ella pasó en su casa de Nazaret mientras Jesús iba al desierto.
El desierto en el que María pasó sus 40 días se parecía en todos los sentidos al que conocemos. No es de arena pero tiene por escenario su casa; no hay viento abrasador sino objetos comunes; tampoco falta agua ni comida, estando a mano todas las necesidades de la vida diaria; ninguna soledad aterradora ya que María está en el pueblo donde todos la conocen y donde todos le piden ayuda y consejo. Entonces, ¿cómo pudo la Virgen sabia seguir a su divino Hijo en el desierto, y cómo entonces lo haremos nosotros también con Ella? Pues tampoco vivimos en un desierto ardiente en el Sahara o el Sahel sino en casa, con nuestra familia, y en este mismo ambiente en el que nos desenvolvemos fuera del tiempo de Cuaresma…
Lo primero que hizo María cuando su Hijo, movido por el Espíritu, vino al desierto, fue dejarse llevar por el Espíritu a la humildad y a la contrición. La humildad es reconocer el propio lugar, el propio estado, las características del propio ser. El ser humano es creado. No deriva su existencia de sí mismo, sino que le ha sido dada. «Yo no pedí venir a la tierra. Yo no pedí ser concebido», dicen algunas personas en lo más profundo de su amargura impía. La vida de la criatura es un don de Dios. El hecho de ser un ser razonable y de tener esta capacidad de recibir la vida sobrenatural, la vida de la gracia y ser hijo de Dios por el Bautismo es un don inestimable que recibimos gratuitamente y sin posibilidad de, un día, devolver al Dador siquiera un poco de este regalo.
Sin embargo, lo que agrada al Dador, al Dios creador, es que su criatura se dé cuenta, reconozca y dé gracias por el Don recibido. En esto consiste la verdadera humildad.
Así, la humilde Virgen de Nazaret comenzó concretamente su meditación cotidiana con este vertiginoso descenso al pozo de su nada. Se rebajó aun más profundamente que antes y contempló su inmensa pequeñez con relación a este Dios infinitamente bueno. Movida también por el Espíritu Santo, desarrolló e hizo crecer en su alma esta influencia del Espíritu de humildad que nos hace gritar «Abba», es decir, «Padre». En este campo, podemos seguirla y dejarnos guiar por Ella.
Toda buena meditación de la mañana comienza con este reconocimiento de nuestra nada. ¿Quién soy yo delante de Dios? Un pequeño átomo negro, un grano de arena en un inmenso desierto, un pequeño desecho como los que dejan las moscas en las ventanas de nuestras casas. Este reconocimiento, esta mirada puede profundizarse sin peligro y, desde el fondo de este pozo al que hemos descendido, levantemos la mirada a María para saber cuál será la continuación de nuestra Cuaresma. Entonces descubriremos el significado de este caminar y por qué debemos caminar en el desierto.
¡Ave María!