De todas las criaturas humanas que han sido inundadas con las alegrías divinas de la Resurrección de Nuestro Señor, es seguro que ninguna fue más favorecida que su propia Madre, y ninguna las saboreó con más desinterés y pureza.
El hecho de que los Evangelios hayan dejado a la Tradición la tarea de relatar el encuentro entre Cristo resucitado y la Virgen, nos muestra la perfección de su abnegación y su pureza incluso en aquella extraordinaria alegría de la Resurrección.
Como se olvidó de sí misma en la compasión, así se olvida de sí misma en el consuelo. No se alegra de su propia redención, sino de la de su Hijo. Su felicidad sólo puede representarse en forma de un éxtasis que la hacía vivir, por así decirlo, fuera de sí misma en Cristo triunfante.
Ciertamente, como los apóstoles y las santas mujeres, e incluso antes que ellos, vio a su Hijo resucitado en un espectáculo deslumbrante que prefiguraba la visión beatífica.
Al mismo tiempo, Jesús se le apareció como la fuente de toda verdad, de toda vida, de todo bien.
De sus llagas gloriosas, de su Corazón desbordante de amor, brotaban los ríos de agua viva, anunciados por los Profetas, que lavarían todos los crímenes y harían florecer todas las semillas de la Revelación divina. María Medianera fue la primera en recibirlos en su alma, y a partir de entonces, sus efusiones serían inmutables: sólo pasarían por María.
Jesús le mostró cómo había sido Corredentora por su maternidad y por su comunión de voluntad y sufrimiento, y cómo sería, por esta unión única con Él, la Distribuidora de todas las gracias.
Los apóstoles fueron testigos de la Resurrección como un hecho definitivamente visible. Pero el interior de este misterio se reveló de manera muy profunda sólo a María, como también ocurrió con el misterio de los sufrimientos.
Es ella quien nos hará comprender la relación que Dios ha establecido entre la Cruz y la Resurrección. Porque la Cruz no es una derrota y la Resurrección una venganza victoriosa. No, la Cruz es ya victoria; y la Resurrección es el primer efecto visible de la victoria de la Cruz, en la humanidad de Cristo. María pasó por la Cruz, y también triunfó por la Cruz.
La Resurrección es la bienaventuranza de los que han sido pobres, perseguidos, colmados de humillaciones y lágrimas. Por tanto, no debemos hacernos ilusiones sobre las verdaderas alegrías de la Resurrección.
De hecho, caemos en la tentación de pensar sólo en nuestra resurrección como un hecho maravilloso que seguirá a nuestra muerte. Pero San Pablo insiste en que ya hemos resucitado en Cristo y debemos vivir como resucitados.
La Virgen nos muestra cómo, participando en la Resurrección de su Hijo, se convierte en Medianera de todas las Gracias: del mismo modo nosotros, “resucitados en Cristo”, debemos ser apóstoles y comunicar a los demás la vida de Jesús glorificado, a través de María.
Por lo tanto, debemos pedir a la Virgen la gracia de una alegría desinteresada como la suya, y también la gracia de dar testimonio de que Jesús ha resucitado realmente, y convertirnos así en instrumentos de la “verdadera luz que brilla en el mundo”, “Cristo, ayer, hoy y siempre”.