Cuando el rey Salomón subió al trono, Dios le prometió en un sueño que le concedería las bendiciones que él querría. Salomón pidió “un corazón dócil, para poder juzgar a Tu pueblo y discernir entre el bien y el mal; porque ¿quién podrá hacer justicia a Tu pueblo, a este pueblo tan numeroso?” (3 Reyes 3,9).
En efecto, algunos de los dones de Dios no son indispensables, y a veces El nos los concede sólo a condición de que nos desapeguemos de ellos. El patriarca Abraham tuvo la dolorosa experiencia cuando estaba a punto de sacrificar a “su hijo, su único hijo, objeto de su afecto” por mandato de Dios, justo antes de que el ángel le impidiera hacerlo, ya que su temor de Dios había sido suficientemente probado.
El hecho de ser el marido de Nuestra Señora no era necesario para la salvación de San José. Aún así, no se le escapó a su gran alma, que el tesoro que le fue confiado no tenía precio. De este tesoro, la Providencia le exigió primero que renunciara a él. Viendo que María esperaba un hijo y que él no tenía parte en este misterio, para cumplir con la ley sin perjudicar a su prometida, de quien sabía que era pura, resolvió apartarla en secreto (Mt 1,19), y sólo después de tomar esta decisión fue que Dios le confió expresamente a María y al niño. Su afecto ya profundo fue así purificado por un sacrificio valeroso.
De la misma manera, Nuestra Señora había renunciado a la felicidad y al orgullo de la maternidad dedicando su virginidad a Dios. Y Dios, que no se deja ganar en generosidad, la honró concediéndole milagrosamente ser madre, ¡y madre de qué Hijo!
María era el tesoro de José, Jesús era el tesoro de María. Pero tanto María como José buscaron primero el Reino de Dios y su justicia, y su plenitud fue superabundante. ¡Que ellos dirijan nuestros corazones al verdadero bien!
https://fsspx.news/es/news-events/news/nuestra-senora-y-san-jose-55516