El ser humano enmudece ante los incontables milagros y misterios que tienen su origen en María. Ella se mantiene única en su perfección y poder como obra maestra de Dios.
Ella es también la gran señal en el cielo, que guía al ejército cristiano en la lucha contra Satanás. Ella es victoriosa en todas las batallas de Dios. Especialmente en los últimos tiempos, Ella es el último remedio que Dios da al mundo. Ella se manifiesta directamente a través de sus apariciones, e indirectamente a través de sus instrumentos especialmente escogidos para demostrar su inimaginable poder en el momento de los más terribles ataques del enemigo de las almas. Su corazón es el último refugio de los hijos de Dios perseguidos y oprimidos, que tratan de mantenerse fieles bajo la Cruz de Cristo.
Es asombroso contemplar cuán grande, en verdad, cuán ilimitado poder, Dios quiso dar a una criatura pura. Y la pregunta surge cada vez más claramente: “¿Quae est ista? ¿Quién eres tú, para que justamente tú obtengas la victoria al final de los tiempos? ¿Quién eres tú para darnos a luz como madre, para alimentarnos, educarnos, guiarnos y, finalmente, prometernos la victoria? ¿No excede todas las capacidades de una criatura tu poder de comunicarnos a nosotros pecadores tu naturaleza Inmaculada? En efecto, nos preguntamos con inquietud: ¿No estamos transgrediendo los límites entre Dios y la criatura, y hacemos de ti una especie de Dios, así como nos acusa el protestantismo?”
La enseñanza de la Iglesia nos ofrece una respuesta contundente a esto: María es tan grande porque fue elegida para ser Madre de Dios. Esta realidad la eleva desmesuradamente por encima de todas las demás criaturas. A partir de esta misión suya vienen todos los demás privilegios: su Virginidad Perpetua, su Inmaculada Concepción, su Asunción al Cielo. El papel de María es tan grande en la vida de la Iglesia y de cada uno de nosotros, porque la Revelación Divina nos enseña que Dios así lo quiso y no de otro modo, aunque hubiera tenido mil maneras de redimirnos.
Podemos decir que cuanto más profundamente se profundiza el misterio de María, tanto más se inflama el amor por ella, tanto más se ven en ella las maravillas de Dios, y tanto mejor se reconoce la esencia de Dios. Ante todo, se vive cada vez más conforme con la Voluntad de Dios y se recibe de este amor contemplativo la fuerza para cumplir con este llamado.
Por eso los santos nunca pudieron ensalzar suficientemente a María, contemplar sus glorias, y examinar teológicamente el significado de su naturaleza y de su misión. San Maximiliano Kolbe quiso que las ciudades de la Inmaculada se convirtieran en universidades y academias marianas que elaboraran continuamente la enseñanza de la Iglesia sobre la grandeza de María, para la mayor gloria de Dios y para el mayor beneficio de las almas.
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