Las palabras que, bajo la pluma de San Lucas, abren el Evangelio de la Misa del 2 de febrero, tienen algo de sorprendente e inquietante: “Cuando se cumplieron los días de la purificación de María, según la ley…”.
Al examinar más detenidamente, como señalaron San Beda, San Ambrosio, o incluso Orígenes, parece que a la Virgen María no le concernía esta prescripción. No habiendo concebido de un hombre, sino del Espíritu Santo, había permanecido virgen después de la concepción del Hijo de Dios; y cuando éste nació, dio a luz de manera inmaculada conservando, milagrosamente, su sello virginal. El Hijo de Dios, que se hizo carne en Ella, al hacerse carne y luego nacer, no había abierto su vientre, y en nada de esto siguió los caminos ordinarios. Ninguna inmundicia, por lo tanto, empañó jamás la pureza mariana.
Preservada, desde el primer momento de su existencia, de la mancha original, nunca cometió la más mínima falta, ni siquiera la más pequeña imperfección.
Y el Niño que concibió y dio a luz, siendo el Hijo de Dios, no necesitaba ni siquiera ser preservado del pecado original, que de cualquier manera nunca lo alcanzaría. Mejor aún: el Niño Dios, lejos de ser motivo de corrupción para su Madre Bendita, fue para Ella el principio de una nueva santidad: al acoger la Inmaculada Concepción, bajo la sombra del Espíritu Santo, al fruto bendito en su fértil vientre, recibió a través de este contacto divino, un maravilloso crecimiento en gracia y pureza. Su santidad original fue confirmada y acrecentada. Y a lo largo de toda su vida, hasta su Asunción a la gloria del cielo, la Madre de Dios nunca dejó de crecer en el orden de la gracia.
A partir de entonces, lejos de necesitar una purificación a la que se sometió para darnos un ejemplo, ¡es Ella quien nos purifica!
En primer lugar, porque es la fuente purísima de Aquel que es la Pureza misma, y Ella nos lo ofrece para que a través de Él podamos ser lavados de nuestras impurezas. Luego, porque nos arranca del diablo al que le aplasta la cabeza, para ofrecernos a su Divino Hijo. Por último, porque por su misma belleza eleva y purifica nuestras almas: así Santo Tomás hace suya la opinión que circulaba en su tiempo, según la cual, “como se dice, la gracia de la santificación no sólo reprimía en Ella los deseos indebidos, sino que [la gracia] también repercutía en los demás, de modo que, aunque era hermosa de cuerpo, jamás suscitó la concupiscencia por ella”. 1
Oh Madre Inmaculada María, llena de gracia, purifica a tus hijos ensuciados por sus pecados.
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