Relatos del Japón: “No puedo salir de mi asombro”
El cura párroco O Ki Sun, sacerdote coreano, cuenta sus vivencias con el Padre Maximiliano Kolbe en Nagasaki. En aquel entonces el Padre O Ki Sun era joven alumno de filosofía del Padre Kolbe.
No habían pasado algunos días de su llegada a Nagasaki cuando el Padre Kolbe se decidió por empezar con la publicación de una hoja mensual titulada “El caballero de Nuestra Señora”. No tenía un céntimo y, además, no hablaba ni entendía una sola palabra de japonés. No obstante resolvió distribuir por sí mismo la hoja –gratuita– a todas las personas que pasaran por la calle. Cualquier persona sensata podría pensar sobre lo imposible de esta empresa, rayana a la locura; pero para él nada era imposible, lo cual no significa que el Padre no estuviera en sus cabales.
Con la ayuda de algunos hermanos franciscanos fue a un negocio para comprar una impresora. Ni el vendedor ni sus empleados podían ocultar su asombro y curiosidad frente al extranjero, el cual no hablaba ni entendía una sola palabra de japonés. Por medio de gestos con las manos y los pies pudo dar a entender que quería comprar la dicha impresora. El vendedor escribió el precio en un papel en números arábigos: 150 yenes. El Padre sacó su billetera, la revisó y juntó sus dos manos al mismo tiempo que se inclinaba profundamente. El vendedor entendió, por cierto, que el Padre no tenía dinero, pero tampoco podía darse cuenta si el Padre quería la máquina de regalo o comprarla a crédito. El vendedor estiró sus manos confundido demostrando su rechazo; mas la actitud del extranjero fue tan cautivadora, que el vendedor dijo a sus empleados que prepararan la máquina para venderla. Una hora más tarde apareció una persona totalmente desconocida y pagó el precio de la impresora pidiendo que no se dijera nada al extranjero al respecto. De esta manera el Padre pudo conseguir la impresora; nadie supo quién había sido la persona que había pagado la suma en su lugar, salvo el Padre. Varias veces lo inquirí al respecto, pero sin obtener respuesta, a lo más una sonrisa. Le comenté que en este país había una costumbre: si alguien recibía un regalo, tenía que ir a la casa del benefactor para agradecerle; sin embargo, el Padre solo sonreía, y señalando con cariñosa mirada a la imagen de María de su escritorio dijo: “La suma para la compra de la máquina fue pagada por Nuestra Señora; puesto que Ella no tiene casa en este mundo, no podemos ir a su casa para agradecérselo.” De la misma manera adquirió el papel, la tinta y los demás elementos necesarios para imprimir.
Seguidamente, estando en Nagasaki, escribió un texto en latín, cuyo manuscrito entregó a un sacerdote natural del país para que lo tradujera al japonés. Los temas eran el amor a Dios y la devoción a Nuestra Señora. Aquí sucedió otra cosa increíble: mientras el Padre escuchaba la traducción, cerraba sus ojos, y cuando el contenido de la traducción no coincidía con el original, hacía una pausa y cotejaba con el texto latino, siendo que él no entendía una sola palabra de japonés. Jedes Mal geriet ich von neuem in Stauen. Solamente más tarde comprendí que todo era obra de Nuestra Señora.
Un día, después de la clase de filosofía, hice un paseo con el Padre por los alrededores de Nagasaki. Nos sentamos en la ladera de una montaña; el Padre, observando los alrededores dijo: “En ese lugar hay que construir una casa en donde Nuestra Señora pueda vivir y actuar.” Sabía bien que el Padre no tenía un centavo y pensé que se trataba de una broma. “Como a usted quiera”, contesté; el Padre replicó inmediatamente: “De ninguna manera como yo quiera sino como Nuestra Señora quiera, pues si Nuestra Señora lo quiere, nada es imposible para Ella”. Entonce él me miró de costado, sacó una Medalla Milagrosa del bolsillo y la enterró piadosamente en la tierra: “¡Virgen María! Si tú quieres, te construiré en este sitio una casa y un puesto de trabajo. También a nosotros, tus hijos, ¡déjanos vivir aquí contigo! Nosotros colaboraremos con todas nuestras fuerzas con tu trabajo.” En ese momento también yo junté mis manos y me uní a la oración del Padre. Diez días más tarde el Padre me comunicaba su deseo de comprar dicho terreno.
Con un yen en la mano se dirige a mi habitación diciéndome que tenía que concluir con el contrato de compra del terreno elegido. Preocupado fui con él a la recepción. Saludamos al dueño del terreno y tomamos asiento. Dado que el Padre Kolbe no hablaba japonés, hice las veces de traductor. Mi rostro se enrojecía a medida que traducía las palabras del Padre, el cual solo con un yen quería cerrar el contrato de venta; pero el Padre se permaneció como siempre tranquilo y seguro de sí. Sin embargo cuando el dueño del terreno oyó esas palabras, clavó aturdido sus ojos a lo lejos, y mirándome fijamente a mí primero y luego al Padre, dijo: “¿Para un terreno que vale 100.000 yenes ustedes quieren hacer un pago a cuenta por 1 yen? Esto jamás me había ocurrido en los sesenta años que tengo de vida. ¿Cómo podremos hacer…? traduje yo literalmente. El Padre dibujó una sonrisa en su cara. “¡Sí! Para los hombres es imposible, pero Nuestra Señora todo lo puede con el poder de Dios. Una vez llegado el plazo estaré absolutamente dispuesto a pagar la suma. No se preocupe.” A todo esto el propietario se mostraba inquieto y al mismo tiempo que se sentía chantajeado. “Bueno”, dijo, “cerramos el contrato y en tres días usted me da la suma estipulada.” El Padre lo aprobó llenó de alegría.
Acompañé al Padre a su habitación el cual dejó el contrato a los pies de la estatua de la Virgen María: ¡Virgen María! He accedido a tu deseo de cerrar el contrato. En tres días tengo que pagar la suma solicitada. ¡Virgen María, no lo olvides!” Me arrodillé junto al Padre, junté mis manos en oración; estaba preocupado. En aquel tiempo 100.000 yenes era una suma astronómica. Jamás había visto o tenido en la mano tanto dinero junto. Cuando el Padre levantó su mirada hacia Nuestra Señora, su rostro resplandecía de alegría. Una natural y sencilla sonrisa se dibujaba en sus labios a la manera de un niñito a quien su madre contempla.
El día en que habría que realizar el pago del terreno llegó. El contrato seguía a los pies de la imagen de la Virgen. El Padre no se mostraba preocupado en absoluto. Yo sí que estaba preocupado. Al terminar la clase de filosofía, el Padre me miró fijamente con bondad y me dijo: “¿Por qué estás preocupado? ¿Por qué te atormentas interiormente? Porque no tienes confianza sincera en Nuestra Señora. Eso no puede ser. Nuestra Señora está por ello muy triste. ¡Rápido, arrodíllate y pídele perdón!” Apenas dichas las palabras, caí de rodillas y con inflamado amor en mi corazón pedí a María tuviera piedad de mí. “Nunca más desconfiaré de las obras que tú realizas. Ya no dejaré que venga ninguna intranquilidad en mí. Quiero creer firmemente que tú todo lo alcanzas. A pesar de ser una criatura, te hiciste madre de Dios. ¡No hay, pues, en la tierra nada imposible para ti! ¡Virgen Santa! ¡Perdóname!”
El día en que había que pagar los 100.000 yenes había llegado. El Padre me llamó después de la clase de filosofía: “Vaya a la sala de recepción; allí espera una mujer. Cuando empiece a hablar ¡toma sin más lo que te entregue!” Dicho esto el Padre se volvió hacia la estatua de la Virgen, se arrodilló ante ella, juntó sus manos y bajó su cabeza. Sin decir palabra me dirigí a la recepción. Efectivamente, allí esperaba una mujer que yo desconocía por completo. Tenía sobre sus rodillas una bolsa grande. Lentamente se levantó, me entregó la bolsa en silencio desapareciendo luego como el viento. ¿Qué significaba esto? Con la bolsa en la mano me dirijo a la habitación del Padre, el cual continuaba rezando de rodillas ante la imagen de la Virgen. En silencio tomó la bolsa en sus manos ¡y la depositó reverente a los pies de la Virgen! “¡Virgen Santa, muchas gracias! Déjanos colaborar con la obra que tú deseas emprender. En otro tiempo dejaste que llenaran los cántaros con agua y que tu Hijo la convirtiera en vino. Así como una vez animaste a tu Hijo a que hiciera su primer milagro, dame también a mí los trabajos que más te plazcan! Quiero hacerlo, sea lo que fuere!”
En el mencionado terreno surgió entonces el “Taller de Nuestra Señora”, a saber la imprenta y la casa que deberíamos habitar. Por supuesto ya no teníamos dinero disponible cuando empezó la obra; también esta vez recibimos la ayuda de benefactores desconocidos. Apenas conozco a cada persona, pero el Padre los quiere conocer. En cada ocasión que se le presentaba, preguntaba quién era cada persona. Si le preguntaba si los conocía, señalando a la imagen de la Virgen contestaba: “Yo tampoco las conozco, pero Ella sí”.
Luego apareció la revista mensual “Caballero de Nuestra Señora”. Apenas habían pasado unos meses cuando se hizo una tirada de más de 100.000 ejemplares. La revista fue difundida en todo el Japón y en Corea. Naturalmente fue distribuida gratuitamente: 100.000 ejemplares repartidos mensualmente en forma gratuita exigía un enorme capital, pero también esta vez los gastos eran cubiertos por benefactores desconocidos. Con relación a esto sucedía algo muy particular: nunca recibimos ni un Yen de menos ni uno de más a la suma que debía pagarse.
He aquí otro fenómeno cuyo misterio hasta el día de hoy no he podido revelar. Cuando yo comencé a estudiar filosofía con el Padre, después de solamente tres meses, podía hablar fluidamente polaco, siendo que yo no había estudiado ni siquiera una hora de polaco, y lo extraordinario es que yo tengo facilidad para los idiomas. Cuando redactaba los textos manuscritos, tenía a menudo que trabajar para él. Cuando el Padre se sentaba delante de la imagen de Nuestra Señora y hablaba en polaco, me sentaba a su lado, y traducía sus palabras al japonés. Luego le pasaba el manuscrito en japonés. A pesar de que no sabía palabra de japonés, me decía inmediatamente si había algún error en la traducción, si contenía algún giro innecesario, si era imperfecta la traducción, agregaba algún complemento, lo cual no dejaba de asombrarme. Entretanto pasaron cuatro años, y todavía hoy puedo hablar fluidamente con cualquier persona polaca que encuentre. Se diría que el Padre actuó en ese entonces directamente sobre mi cerebro. Una vez hicimos un nuevo paseo con el Padre por la ciudad. Había mucho bosque, los pájaros cantaban, los arroyos susurraban. Iniciamos nuestro paseo en un lugar con mucha hierba, el cual nos agradó. El Padre miró hacia el cielo que se abría entre los árboles: “¡Virgen Santa! En este lugar construiremos otra casa para ti. Aquí podrás ocuparte como Madre de innumerables huérfanos y derramar tu consuelo en los corazones de los hombres indigentes. Si tú quieres emprenderé la obra. ¿No son esos huérfanos ya demasiado pobres? ¿Qué vas a hacer con esos hombres indigentes? Me senté junto al Padre y lo observaba de costado cómo hablaba con Nuestra Señora y susurraba esas palabras con devoción y asombro. Su rostro se iluminaba, sus ojos brillaban por la caridad. En voz baja pregunté: “Padre, ¿Nuestra Señora le contestó si quería esta obra?” El Padre no contestó, sino que bajó la cabeza. Parecía muy contento.
Cuando el Padre quería sembrar el amor de Dios en los corazones por medio de Nuestra Señora, mediando cosas que según la opinión humana serían irrealizables, puedo decir por experiencia propia, que sus planes siempre se cumplieron a la letra. Sin embargo, esta vez me pregunté asombrado, de dónde saldrian tantos huérfanos y gente en estado de necesidad. Me surgían algunas dudas al respecto. Mientras me entregaba a estos pensamientos, el Padre me miró y me dijo: “¡No pienses en cosas inútiles! Ciertamente no lo puedes entender, pero más tarde, en el futuro, lo comprenderás. Por ahora, debemos poner todas nuestras fuerzas en la obra de Nuestra Señora: tenemos que trabajar.” Un mes después decidió comprar los 180.000 m2 de terreno. Naturalmente no tenía dinero, pero sí tenía una ardiente caridad y una entrega total a Nuestra Señora.
El día del plazo del contrato se acercaba. Ni el Padre ni yo nos hacíamos el menor problema. En su habitación se veía la luz encendida hasta entrada la noche. A través de la ventana se podía distinguir su silueta y ver cómo rezaba de rodillas ante la imagen de la Virgen. Cuando unos días después ingresaba a su clase de filosofía, el Padre estaba como adormecido, como sin conciencia delante de la estatua de la Virgen, su rostro había enrojecido, su frente y su rostro blanco pálido, la respiración difícil; se llamó un médico el cual comprobó asombrado que ese hombre no vivía por fuerzas humanas sino por la fuerza del Dios en quién él creía. El médico era un ferviente budista; bajo la influencia del Padre se convirtió al cristianismo y apoyó su trabajo de acuerdo a sus posibilidades. El médico comprobó asimismo que la mitad de uno de los pulmones del Padre estaba totalmente paralizado, y en lo que hace a la otra mitad, una tercia parte no funcionaba por lo que hacía posible que un hombre pudiese vivir en ese estado. Sin embargo, el Padre trabajaba más que un hombre con una salud promedio.
Al día siguiente, después de su alta fiebre e inconsciencia, el Padre me lleva a la recepción. Había allí una dama distinguida la cual se levantó, saludó respetuosamente y entregó al Padre un objeto, que estaba envuelto en un pañuelo. “Aquí están los papeles del terreno. Ayer recibí todo el dinero. Una señora vino y pagó todo; por eso estoy yo aquí.” La señora nos saludó inclinándose y se despidió. Yo no sabía absolutamente nada del asunto. Miré al Padre que seguía allí con el papel en la mano, sin la menor excitación ni sorpresa; estaba seguro de sí, y por supuesto sinceramente agradecido.
Al día siguiente, justo al terminar la clase de filosofía, puso en su pecho, sin decir una palabra, una estatuilla de la Virgen, salimos y nos dirigimos al mismo lugar en donde había hecho la promesa: “¡Virgen Madre! Aquí podrás ocuparte como Madre de innumerables huérfanos y derramar tu consuelo en los corazones de los hombres indigentes.” Con cuidado colocó ante sí la estatuilla que llevaba en su pecho y se arrodilló: “Tú sabes, madre, que yo no estaría aquí si tú no me hubieras tomado como a uno de tus huérfanos. Tus hijos te ayudarán.” No comprendí las palabras que dirigía a Nuestra Señora; pero cuando cayó la bomba atómica en el centro de la ciudad de Nagasaki, casi toda ella quedó en un momento hecha cenizas; 500.000 hombres incinerados de un golpe, lo cual provocó de repente una gran cantidad de huérfanos. Estos fugitivos, perseguidos por la desgracia, encontraron albergue en esta casa. En ese momento comprendí la profecía del Padre. En los 180.000 m2 de terreno erigieron los Hermanos franciscanos cabañas, para dar refugio a los heridos desamparados y poder así salvarlos de su situación.