Por el misterio de la Encarnación, la Virgen María se convierte en Madre de todos los hombres, porque al dar vida a nuestra Cabeza, la entrega al mismo tiempo a todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo.
En su encíclica Ad diem illum, San Pío X afirma: “María, ¿no es ella la Madre de Dios? Ella es, por lo tanto, también nuestra Madre”. De su divina maternidad emana su maternidad espiritual para todos los hombres.
Esto lo demuestra refiriéndose al papel de la Virgen María en el misterio de la Encarnación:
“Pues cada uno debe estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el salvador del género humano. y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los hombres, de un cuerpo concreto; en cuanto restaurador de nuestro linaje, tiene un cuerpo espiritual, al que se llama místico, que es la sociedad de quienes creen en Cristo. ‘Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo’ (Rom. 12, 5). Por consiguiente, la Virgen no concibió tan sólo al Hijo de Dios para que se hiciera hombre tomando de ella la naturaleza humana, sino también para que, a través de la naturaleza tomada de ella, se convirtiera en salvador de los mortales. Por eso el Ángel dijo a los pastores: ‘Os ha nacido hoy el Salvador, que es el Señor Cristo’ (Luc. 2, 11).
Por tanto en ese uno y mismo seno de su castísima Madre Cristo tomó carne y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual compuesto efectivamente por todos aquellos que habían de creer en Él. De manera que cuando María tenía en su vientre al Salvador puede decirse que gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador.
Así pues, ‘todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el Apóstol, somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y de sus huesos’ (Efes. 5, 30), hemos salido del vientre de la Virgen María, como partes del cuerpo que permanece unido a la cabeza.
De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico, también nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos nosotros. ‘Madre en espíritu… pero evidentemente madre de los miembros de Cristo que somos nosotros’ (S. Aug. L. de S. Virginitate, c. 6). En efecto, si la bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella procurará con todas sus fuerzas que Cristo, ‘cabeza del cuerpo de la Iglesia’ (Col 1, 18), infunda en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que le conozcamos y que ‘vivamos por él’ (1 Jn 4, 9)?”
Si una maternidad consiste esencialmente en la entrega y el desarrollo de la vida, ¿podría concebirse una verdadera maternidad humana sin un amor peculiar? ¿Podría ser concebido especialmente en la madre más perfecta? Como el amor de María por nosotros es incomparable, seamos hijos dignos de tal madre y amémosla a cambio con un amor constante y fiel.
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