¿Quién puede dudar de la dulce autoridad que la Sangre Preciosa ejerce sobre el Inmaculado Corazón de María? Ella es la reina del cielo y de la tierra. Su imperio se extiende a lo largo y ancho, es casi imposible distinguir sus límites de los de la Preciosa Sangre, ya que la unión de los dos imperios es muy estrecha y pacífica.
María tiene todo el poder sobre la Preciosa Sangre; Él obedece sus deseos, y ella le ordena en virtud de sus derechos como madre. Sin embargo, ella también está sujeta, y encuentra su felicidad en esta sumisión.
Esta Sangre salió primero del Corazón de María; es a esta Sangre también a la que debe su Inmaculada Concepción. El cargo de su maternidad divina era proporcionar esta Sangre, y es esta Sangre la que desde toda la eternidad le ha merecido el honor de la maternidad divina. Es la Preciosa Sangre la que la hizo sufrir; pero es también la que ha cambiado sus sufrimientos en dignidades y coronas.
Ella le debe a la Preciosa Sangre todo lo que tiene, y la Preciosa Sangre le debe su propia existencia. Sin embargo, el río es más grande que la fuente de la que fluye. La Preciosa Sangre es más grande que María, y la supera en toda la extensión del infinito, porque su corriente se ha unido sin mezcla alguna a las aguas de la Divinidad.
Pero María está sentada en su trono para exaltar a la Preciosa Sangre. Emplea su poder para difundir su imperio. Sus oraciones dispensan las gracias que esa Sangre nos ha merecido, y su santidad, que deleita los cielos, es un monumento y un trofeo elevado a la gloria de esta Sangre victoriosa.