La belleza de las criaturas proviene del hecho de que reflejan las perfecciones de Dios: “los cielos anuncian la gloria de Dios”, dice el Salmo 18.
Pero cuando se trata de criaturas dotadas de inteligencia, la perfección no consiste sólo en recibir todo de Dios; también requiere que reproduzcan voluntariamente su santidad, sin mezclar la imagen por alguna impureza.
El modelo nos ha sido dado por el mismo Señor: como persona divina increada, él es “el esplendor de la gloria del Padre, imbuido de su sustancia” (Heb 1, 3), y en su naturaleza humana creada, él irradia una perfección que es el reflejo de la santidad divina: “Nada puede el Hijo hacer de sí mismo sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo”. La semejanza no deja lugar a dudas: “El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9).
La Santísima Virgen, a su vez, refleja esta santidad, así como la Luna irradia la luz que recibe del Sol sin molestarla. En su Inmaculada Concepción, nada se resistió al poder divino: ni la naturaleza, en la que nació de padres viejos y estériles, ni la ley del pecado original, que debió dejarla absolutamente libre de toda mancha como de las heridas que lleva consigo. Tampoco la muerte, que tenía tan poco poder sobre ella, que la Madre de Dios pudo asumir la condición de gloriosa al final de su vida terrenal.
Pero eso no era todo: para recibir tales gracias, era necesario todavía abrazar voluntariamente el plan de Dios. Con pleno conocimiento de los hechos, María se declara ” esclava del Señor ” y actúa como tal, meditando los misterios del Señor que ” guardaba en su corazón ” (Lc 2,19), preocupada por permanecer fiel a su ofrenda virginal, a riesgo de no poder seguir el anuncio del ángel: ” ¿Cómo puede hacerse esto, si no conozco a nadie? (Lc 1:34). Su modestia huye de las plazas públicas, su discreción sólo señala la vergüenza de los esposos en Caná, su perseverancia la lleva al pie de la Cruz, su maternidad sobre las almas la lleva al Cenáculo el día de Pentecostés.
La contemplación nos hace recibir la verdad de Dios. Cuando ha germinado en nosotros produce sus frutos de humildad, fidelidad y perseverancia, las diversas declinaciones dentro de nosotros de la imagen del Dios vivo y verdadero, fiel y eterno. La Virgen será siempre el espejo luminoso de esto.
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