Después que el anciano Simeón hubiese bendecido al Niño Jesús y proclamado su grandeza como luz para iluminar el mundo y dar gloria al pueblo de Israel, se dirige a la Santísima Virgen y profetiza que su Hijo será signo de contradicción y que una espada atravesará su alma (Lc 2,34-35).
Aquí el santo anciano anuncia claramente el sufrimiento de nuestro Salvador y la compasión de la Virgen. Predice que algunos estarán a favor de Jesús y otros en contra. Liberará a muchos del pecado y los conducirá al cielo.
Pero también será causa de caída para muchos que se negarán a escuchar su mensaje y se encerrarán en su pecado, ganándose así el infierno eterno. “La luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19).
La Santísima Virgen sufrirá terriblemente por la ingratitud de los hombres, y sufrirá aún más al ver a su Hijo cruelmente maltratado y asesinado. Así que la espada que anuncia el santo anciano es la espada de la compasión de María.
Así, el misterio del 2 de febrero es una magnífica revelación del viejo dicho: per crucem ad lucem – Sólo por medio de la cruz se llega a la luz.
El canto de Simeón está lleno de luz, paz y mansedumbre. Cuando va a felicitar a los padres, se puede imaginar el semblante alegre del santo anciano, lleno de gratitud y santo estupor. Sin embargo, inmediatamente después, sus ojos proféticos debieron oscurecerse, y sus palabras salieron hendidas y afiladas como la espada anunciada a María.
La alegría de Simeón y sus palabras proféticas, que proclamaban la gran realidad de este divino sacrificio redentor y la ley del dolor materno relacionada con él, era algo que María ya conocía desde el momento del anuncio del ángel. Sí, ya había experimentado estas alegrías y dolores a diario desde el viaje a Belén hasta este momento.
La jubilosa exultación de Simeón no era más que una pálida comparación con la ardiente y amorosa alegría de María, y los sufrimientos que él profetizaba correspondían a la ya comenzada experiencia dolorosa dentro de su corazón.
Con un conocimiento muy profundo, se recogió en el espíritu, como siempre, para reflexionar sobre las palabras que había escuchado: “Su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de El” (Lucas 2:33).
El Evangelio lo relata justo después del canto de alegría de Simeón, pero María se mantuvo en este sentimiento, aunque a esto le siguieron las palabras de tristeza abismal. Y ella respondió generosamente con la renovada interioridad de su heroico y amoroso “fiat”.
“Siento contigo, oh Madre dolorosa, el dolor causado por la espada que te atravesó cuando Simeón te profetizó en el templo los tormentos que los hombres infligirían a tu amado Jesús, hasta el momento en que murió ante tus ojos en el madero de la cruz, cubierto de sangre y abandonado por todos, sin poder recibir protección ni ayuda de ti. Por eso, Reina mía, por este amargo recuerdo que ha pesado sobre tu corazón desde hace tantos años, te ruego que me obtengas la gracia de tener siempre los sufrimientos de Jesucristo y los tuyos, desde la vida hasta la muerte, impresos en mi corazón. Amén.“ (San Alfonso de Ligorio)