“El hombre no conoce ni aun su hora. Como pez que es capturado en una siniestra red y como pájaro que se enreda en el lazo, así se enredan los hijos de los hombres en el mal momento, cuando de improviso cae sobre ellos” (Ecl 9,12).
La muerte es llamada un mal momento, porque es el mayor sufrimiento que el hombre sufre en la vida, su mayor ignominia, llena de incertidumbres y temores, y la proximidad de sus peores enemigos: “Porque el diablo ha bajado a vosotros con gran ira, sabiendo que le queda poco tiempo”. Un momento tan malo requiere las mayores ayudas de la gracia de Dios; la mismísima ayuda de su propia Madre, su ayudante en la muerte en la Cruz.
San Alfonso nos dice que Nuestra Señora es tan buena ayudante en el momento de la muerte, que endulza su horrible amargura. En efecto, la memoria de la pequeña devoción que le dimos, y la gran recompensa con la que paga nuestros pequeños servicios, llena el alma de dulzura en medio de las penas de la muerte. Por sus oraciones, y especialmente por su presencia, endulza nuestra muerte porque derrama la luz de la fe en el alma, en la que ve claramente que es el momento de “aprovechar bien el tiempo, porque los días son malos” (Ef 5,16). El alma, instintivamente, por el toque de su Madre, aprende y practica, quizás por primera vez en su vida, el misterio de la reparación.
Tomemos por ejemplo las muchas almas que murieron en aislamiento durante el confinamiento de Covid-19. Desprovistas de familia y amigos, desprovistas también de los sacramentos de la Iglesia, ¿a quién acudieron? Sólo podían mirar a Dios, y en esa mirada desesperada de toda ayuda humana, sin duda recibieron la ayuda de Dios, la ayuda de María, el auxilio de los moribundos. No en vano rezamos una y otra vez: “ruega por nosotros ahora, y en la hora de nuestra muerte”. Esta oración no es en vano.
De forma unánime, los santos dicen que el diablo acecha para atacar al alma en la muerte. Espera el momento de miedo y debilidad para asestar sus últimos golpes desesperados – y Dios permite esto por el bien de la justicia, y por la mayor victoria de la gracia divina, no permitiendo que nadie sea tentado más allá de su fuerza. María, sin embargo, en el momento oportuno, fortalece a su siervo, y si es necesario, expulsa al espíritu maligno con la mirada severa de su rostro de Reina.
Acudamos a María frecuentemente durante nuestra vida. “Bienaventurados los que mueren en el Señor” (Ap 14,13). Podemos morir en el Señor cuando vivimos como Jesús en el Corazón de María. Para ello, apliquémonos en tres cosas: 1°) Rezar frecuentemente por la conversión de los pecadores. 2°) Ofrecer un Ave María por aquellos que van a morir hoy. 3°) Considerar una vez al día: “¿Qué puedo hacer hoy para complacer a mi Madre Celestial?”. Con estas tres simples cosas, preparamos una buena muerte en los brazos de nuestra Madre y sostenidos por sus oraciones.
¡Ave María!
Illustration : Andrzej Otrębski, CC BY-SA 4.0 <https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0>, via Wikimedia Commons